jueves, 29 de diciembre de 2016

Bendita juventud... La mía.


Si de algo carece este servidor que les escribe, es de conocimientos lingüísticos.  Bueno, para aclarar este punto, digamos que políglota soy muy poco. Algo de catalán por cuestiones laborales, lo aprendido en el colegio de francés,  y alguna frase suelta de ver películas en inglés: "give me more, give me more" y "oh my good, oh my good" (uno que intentaba culturizarse con cierto género cinematográfico, creo que saben de lo que hablo). Ya hace mucho que dejé mi periodo colegial, allá por el año mil novecientos ochenta y cuatro para ser exactos. Así que, salvo un viaje a Túnez, donde pude alardear de mi sapiencia parlando en "gabacho", jamás necesité de otros idiomas para hacerme entender, dado que siempre he ido acompañado por alguien  con dominio de la parla inglesa. 

Y es que un servidor tuvo que dejar de estudiar a los dieciséis años, y comenzar a convertirme en un hombre de provecho y de bien. O sea, a trabajar. En mil novecientos ochenta y nueve, a la friolera edad de diecinueve años, me llamó la madre patria para cumplir con el servicio militar, regresando transcurrido el año obligatorio de prestación, al que consideré de vacaciones, y decidí compaginar el trabajo con la faceta estudiantil en un centro nocturno. Vayamos pues al grano...

Septiembre de mil novecientos noventa. Recuerdo perfectamente el primer día de clase en el instituto de Alcobendas (no diré el nombre dado que cuando lean este relato comprenderán el por qué). El tutor nos dio una charla, indicándonos que por el hecho de ser mayores, no nos iban a dar más facilidades, y que entendía que si estábamos allí, implicaba por nuestra parte interés, esfuerzo y sacrificio. Se presentaron uno por uno los profesores que iban a impartir el curso, y por último, pasó la profesora de idiomas. Su charla fue en la línea del tutor, pero cuando la acabó, cruzó por mi lado y se quedó mirándome unos segundos, haciéndome sentir un poco raro, y pensé: "no he hecho nada aún y ya me tiene manía". Según se iba alejando, pude ver su espalda cubierta por un jersey amarillo que finalizaba en la cintura, dejando un culo casi perfecto embutido en unos vaqueros, que a mi vista y a la de cualquier zagal de mi edad, no daba más que para fantasear con la "teacher".

La cosa no daba para más. El curso comenzó y en todas las materias siempre fui un alumno aplicado. Pero el inglés se me atragantaba. Además, dado el poco tiempo que tenía para estudiar, prefería emplearlo en el resto de asignaturas  en vez que en el idioma hereje (como lo denomino yo).  Y los resultados no se hicieron esperar. Iba aprobando todo, menos el inglés.  

En diciembre todo dio un giro de tuerca.  Antes de las vacaciones, la "teacher" me pidió que me quedara al finalizar la clase. No piensen mal vuestras mercedes porque aún no toca.  Me senté en el pupitre cerca de su mesa, y cuando cerró la puerta de la clase, se dirigió a su mesa con un paso lento, contorneando sus curvas a cada paso y sabiéndose observada (o quería imaginar eso). Se apoyó sobre la mesa quedando de pie, frente hacia donde yo estaba sentado.  Su charla fue de lo más inquisidora. Que si no me esforzaba nada, que tenía constancia que aprobaba todas las asignaturas menos la suya, que no presentaba los trabajos...  Después de 10 minutos de dura charla, me preguntó si tenía algún problema con ella y obviamente contesté que no. Entonces me pidió que le explicara el motivo de mi falta de interés por el idioma. Le conté mi situación sin mentir un ápice. Mayor de cinco hermanos, que dejé de estudiar para ayudar en casa y que, una vez asentado de nuevo al acabar la mili, entendí que sin formación no tendría futuro. Que me levantaba a las seis y media todos los días, y que salía de trabajar a las seis de la tarde, y volaba conduciendo desde Leganés hasta Alcobendas, para llegar a las siete a las clases. Que llegaba a mi casa a las once y media de la noche, y que no sabía de donde sacar más tiempo. 

Creo que nunca una verdad dio para tanto. Se mostró dubitativa durante unos minutos y de repente me soltó: 

Te propongo un reto. Yo me comprometo a ayudarte con los trabajos de inglés, con darte unas clases particulares para que cojas las nociones básicas y así puedas al menos aprobar esta asignatura, porque sin saber inglés no llegarás a ningún sitio". 

El problema añadido estaba que también trabajaba los fines de semana en un bar de copas, y mi tiempo quedaba muy reducido, teniendo unas horas por la mañana o al medio día, y en mi casa era imposible. Así que también después de ser todo lo honesto que uno pudo ser, me propuso ir los sábados a su casa desde las tres y media hasta las seis y media de la tarde. 

Las dos primeras clases transcurrieron con absoluta normalidad, tres horas dedicadas a que me familiarizara con verbos, conjugaciones, palabras, expresiones... Pero uno que la veía con camisetas un poco ajustadas y que cada vez que se acercaba a la mesa y se agachaba para ver lo que estaba haciendo, dejaba a mi vista un canalillo de muy señor mío, y me entraban los sudores de la muerte.  En la tercera visita, a la hora de estar conjugando el verbo "to be" se me acercó y al dejarme entrever sus encantos, le solté: "así no hay dios que se concentre.."   Ella, con una sonrisa como quien tiene la situación controlada, contestó: "creo que es hora que hablemos inglés en otros términos".  Y así comenzó una aventura increíble, el sueño de cualquier chaval de veinte años.  Me enseño inglés a su manera, y desde esa cita, sólo con presentarme a los exámenes estaba aprobado. Nunca me puso más nota que un 5.8,  y encima me enseñó muchas cosas más, que hoy aplico a mis conocimientos masculinos. 
  
Nuestras vidas se separaron en mil novecientos noventa y tres, cuando se fue a Valencia porque su novio aprobó unas oposiciones. Jamás tuve noticias, ni jamás hice por encontrarla. Hoy día, la recuerdo con mucho cariño, porque lo ocurrido era el sueño de todo jovenzuelo... O el mío. 

"Si puedo volverte a ver..."

(Benny Ibarra & Miguel Bosé)



viernes, 16 de diciembre de 2016

El destino...

Vivir en tiempos de post guerra en Alcobendas era duro, muy duro. Y más para una mujer.  Andrea tenía veintiocho  años, pero para la mayoría de los vecinos ya era mayor para casarse y, sobre todo, para tener hijos. Perdió a su novio Fernando antes de que se iniciara la guerra, huyendo junto a su padre y hermanos a Argentina.  La noche antes de su partida le juró amor eterno y la promesa de regresar a por ella cuando la guerra terminase. 

Habían pasado dos años desde que la guerra finalizase, y nueve sin recibir ni una sola carta de Fernando, por lo que había perdido toda esperaba de regresar a su lado, ni en las Américas soñada, ni en la Españrepleta de miseria y hambre, fruto de una guerra sin sentido como consecuencia de los egos y sueños idealistas de los hombres.  

Sus días transcurrían sin pena ni gloria. Trabajaba asistiendo en la casa de la familia Baena, la cual disponía de muchísimas tierras que las dedicaban a los menesteres de la siembra y labranza. En la casa, situada en la plaza del pueblo, justo en frente de la iglesia y lindante al ayuntamiento, se levantaba majestuosa y predominante, como símbolo de riqueza hacia todas las demás, servía desde antes de que cantara el gallo, y hasta que el sol se escondiera por tierras extremeñas . 

Allí trabajaba junto a Francisca, una mujer de cincuenta y dos años, madre de dos hijas, y viuda a causa de la guerra, con la que había estrechado unos fuertes lazos de amistad. En sus ratos libres caminaban por el sendero que se dirigía hacia la ermita. Una vez allí se sentaban en unos bancos de madera viendo el hermoso paisaje que dejaban las tardes de Alcobendas, con el cielo anaranjado sobre la cordillera de montañas nevadas que presidían las vistas. La ermita estaba rodeada de unos inmensos cipreses. Francisca le contó que los antiguos judios, plantaban un ciprés cuando en sus familias nacían niñas, y que en la cultura mediterránea se asociaba a la muerte, dado que su forma recta y espigada ayudaba a subir a las almas de los difuntos al cielo. Por eso los cementerios están repletos de estos árboles.  


- Eres joven Andrea, y en el pueblo jamás encontrarás mozo que quisiera casarse contigo. Estás señalada por todos, que viven lastrados en costumbres de nuestros abuelos, y no entienden que una mujer es siempre mujer, sin importar la años que se tengan.- le dijo.  

Lo sé, Francisca. Pero, ¿a donde voy con mi edad?. 

Ve a Madrid. Allí la vida se mide de otra manera. No es el pueblo, que vive aún de labrar los campos y la recolección de las tierras de los Baena. Hay fábricas donde seguro podrás encontrar un trabajo y aprender oficio. 

¿para qué?. Mi abuela antes de fallecer me leyó las.      cartas y me pronosticó que jamás me casaría ni tendría hijos.  Y lo único que heredé de ella fueron precisamente esas cartas.

Lo único que te puedo decir es que en Alcobendas será tal y como te vaticinó tu abuela.  Vive, respira, siente... Si las mujeres queremos desempeñar papeles importantes en el futuro será por mujeres valientes.

Esa noche Andrea no pudo pegar ojo. Meditó las palabras de Francisca y empezó a soñar despierta. Se levantó antes de que cantara el gallo, recogió unas pertenecías y las introdujo en una maleta pequeña de madera. Cogió el dinero que tenía ahorrado y lo escondió en su refajo. Antes de salir por la puerta, recordó las palabras de su abuela y lo que le dejó en herencia: la baraja española con la que le había pronosticado su futuro.  Retrocedió hasta la habitación para sacarlas de un cajón del armario. 

Hacia frío. La escarcha dejaba un colorido blanquecino sobre los hierbajos que crecían en los terrenos próximos al camino de la ermita. El sol estaba asomando a espaldas de la ermita y los cipreses empezaron a brillar gracias a los diminutos cristales de hielo que estaban adheridos a sus hojas perennes.  Al llegar a la ermita, Andrea miró las maravillosas vistas que desde ahí había. Respiró profundamente el gélido aire de la mañana, y comenzó a   recoger algunas hojas y ramas secas, unos trozos de madera de alguna chasca que alguien dejo allí, y entre el hueco existente de dos cipreses, hizo un pequeño fuego. Cuando esté se consolidó gracias a la madera, sacó las cartas y, una a una, empezó a quemarlas mientras leía una una, tal y como hizo su abuela con ella. 

Quemada toda la baraja y apagado el fuego, sus lágrimas empañaban la clara visión que el sol dejaba sobre el bello paraje donde estaba enclavada la ermita. Se secó sus ojos con un pañuelo de hilo fino, y encaminó sus pasos hacia la plaza. Al llegar a ella, se sentó en un banco de piedra para esperar a que llegara el autobús.

Ya montada en él, se juró que su futuro lo escribiría ella.  Madrid la esperaba... Para siempre.


Esta entrada esta dedicada a mis amigas de Mujeres 11.  Andrea hoy en día sería sin lugar a duda, una Mujer 11, como vosotras, como todas esas mujeres anónimas que encajan en esa denominación y en ese espacio. Gracias también a Loli, por haberme dejado escribir alli, y donde he crecido un poquito junto a todas sus historias. 

The winner takes it all

jueves, 1 de diciembre de 2016

Un viaje inesperado.

Llueve. Escondidos bajo la marquesina de la parada del autobús, están unas cuantas personas, dos chicos, uno rubio, con una anorak verde, y otro, con legañas y cara de sueño, abstraídos del mundo escuchando música demasiado alta a través de sus auriculares, e impidiendo que escuche con claridad el repique del agua sobre el asfalto, en un sin cesar de gotas que se convierten en pompas al contacto con el suelo. Dos chicas jóvenes, una maquillándose ayudada por un pequeño espejo de mano que había sacado previamente de su bolso, y otra, con una carpeta marrón, adornada con una foto de Manuel Carrasco, miraba de soslayo al chico rubio. Se cruzan las miradas y ella la retira ruborizada. Detrás, una mujer de aproximadamente 45 años, con la cara arrugada, como si la vida le siguiera curtiendo a base de horas sin sueños, de trabajos asquerosos y mal pagados. La imagino como cabeza de familia, trabajando de sol a sol para que a los suyos no les falte de nada, a cambio de entregar su vida, su cuerpo y su alma.  
Llega el autobús con retraso. Suben todos antes que yo, y camino por el pasillo central hasta tomar asiento justo detrás de la chica que se estaba maquillando. Al pasar por su lado, pude contemplar que sus ojos, de color verde y de forma almendrada, eran de una profundidad que me hizo navegar a través de ellos. En mis adentros, le dije lo bella que es. Ojalá fuera valiente...

Las gotas de agua resbalan por el cristal de la ventana dejando un pequeño surco tras su paso y borrando la transparencia del vidrio. Mi cabeza, inclinada hacia la izquierda, descansa sobre este y empezó a notar que mi respiración favorece a que se empañen. Con un movimiento suave de mi mano, como si hiciera la forma de un abanico, retiro la capa de condensación para poder ver lo que el mundo depara tras el cristal: coches a toda velocidad, algún barrendero retirando hojas caídas de los árboles, y gente corriendo sin paraguas buscando donde guarecerse de la manta de agua que está cayendo.  De repente el autobús para. Me coge por sorpresa por estar ensimismado mirando a través de la ventana. Empiezo a pensar en las vidas de los pasajeros. Los dos chicos estudiantes, o sólo el rubio. El de las legañas, quizás trabaje, pero quiere aparentar ser estudiante. No me aportan nada, salvo envidia por sus edades.

Ahora me fijo más en la mujer de la cara con arrugas, y puedo ver que no son tantas las que tiene.  Es guapa, y lo tuvo que ser aún más hace años. Si mirada triste me produce pena, melancolía, a sabiendas que esta sociedad es injusta para unos y demasiado explendida para otros. Me hace recordar a mi fallecido padre por causas que imagino similares, como eso de trabajar de sol a sol. 

Un frenazo inesperado. El conductor comienza una artillería de improperios hacia el conductor de una motocicleta que se ha cruzado y casi produce un accidente. Me pregunto qué habrá desayunado para estar así de cabreado; a lo mejor ha pasado una noche sin sexo que tenía idealizada y lo paga con los demás. Pienso en su mujer, que le gusta jugar a los médicos con el, y le tiene castigado en una larga  lista de espera interminable...

Miro el reloj. Son las 07:40 h de la mañana. Al levantar la cabeza veo que ya está en pie la chica de ojos verdes. Su mano derecha asía la barra superior para mantener el equilibrio, dejando entrever en su antebrazo un tatuaje con la forma de Evenstar, la estrella del atardecer, mientras que, con la mano izquierda se retira sutilmente el pelo de la cara. En ese momento nuestros ojos cruzan la mirada en dos línea paralelas como las de una vías del tren.  Se abren las puertas traseras del autobús y se baja. Me entran una ganas locas de salir corriendo tras ella, invitarla a un café, preguntarle como se llama, pedirle el número de teléfono... un sin fin de cosas. Pero me doy cuenta que nunca fui valiente. Entonces, saco mi libreta y mi bolígrafo y la empiezo a escribir desde el alma.

ha dejado de llover, la claridad del día muestra los efectos del otoño por la calles de Madrid. Las gentes se mueven con cierta rapidez, unos por llegar pronto a sus trabajos, otros entrando y saliendo de una cafetería que hay debajo de unos soportales en la esquina de la calle Luchana.  Mi parada esta próxima. Desde mi asiento levantó mi brazo para pulsar el botón de parada en la barra vertical que hay a mi derecha. 

Hacia que no viajaba en autobús años, y se me estaba olvidando la capacidad de soñar despierto. Ahora tengo la excusa de buscarte todos los días, mujer de ojos verdes, porque se que esa estrella que llevas tatuada en tu antebrazo, es la estrella que iluminará mis días.



Greta  y los Garbo

Hay noches que sueño